Hace tiempo, yo era vecina de un médico, cuya afición era plantar árboles en el enorme patio de su casa. A veces observaba, desde mi ventana, su esfuerzo por plantar árboles y más árboles, todos los días. Lo que más llamaba mi atención, era el hecho de que él jamás regaba los brotes que plantaba. Noté, después de algún tiempo, que sus árboles tardaban demasiado en crecer.
Cierto día, me aproximé a mi vecino y le pregunté si él no se había dado cuenta de que las plantas no crecían, pues yo había notado que él nunca las regaba. Fue cuando, con un aire orgulloso, me contó su teoría.
Me dijo que, si regase los brotes, las raíces se acomodarían en la superficie y quedarían siempre esperando el agua fácil que llegaba de encima. Como él no las regaba, los árboles tardarían más en crecer, pero sus raíces tenderían a migrar hacia lo más profundo, en busca del agua y de los variados nutrientes que se encontraban en las capas más inferiores del suelo.
Así, según él, los árboles tendrían raíces profundas y serían más resistentes a la intemperie. Esa fue la única conversación que tuve con mi vecino el doctor.
Tiempo después, me fui a vivir a otra ciudad y nunca más volví a verlo.
Tras varios años de ausencia, al volver, fui a dar una vuelta por mi antigua barriada. Al aproximarme a la que había sido mi casa durante catorce años, noté un bosque que no había antes.
¡¡Mi antiguo vecino, había realizado su sueño!!.
Lo curioso es que aquel era un día de un viento muy fuerte y helado, en que los árboles de la calle estaban arqueados, como si no resistieran el rigor del invierno. Sin embargo, al aproximarme al patio del que había sido mi vecino, noté cómo estaban sólidos sus árboles: prácticamente no se movían, resistiendo estoicamente aquel fuerte viento.
Qué efecto curioso, pensé...
Las adversidades por las cuales aquellos árboles habían pasado, parecía que les había beneficiado de un modo que el confort y el tratamiento más fácil jamás lo habrían conseguido.
Todas las noches, antes de ir a acostarme, doy siempre una mirada a mis hijos.
Observo atentamente sus camas y veo cómo ellos han crecido. Frecuentemente rezo por ellos. En la mayoría de las veces, pido para que sus vidas sean fáciles, para que no sufran las dificultades y agresiones de éste mundo... He pensado, que ya es hora de cambiar mis ruegos.
Ese cambio tiene que ver con el hecho de que es inevitable que los vientos helados y fuertes nos alcancen. Sé que ellos encontrarán innumerables dificultades y que, por tanto, mis deseos de que las dificultades no ocurran, han sido muy ingenuos. Siempre habrá una tempestad en algún momento de nuestras vidas, porque, queramos o no, la vida no es muy fácil.
Al contrario de lo que siempre he hecho, desde ahora pediré para que mis hijos crezcan con raíces profundas, de tal forma que puedan recoger energía de las mejores fuentes, de las más divinas, que se encuentran siempre en los lugares más difíciles.
Pedimos siempre tener facilidades, pero en verdad lo que necesitamos hacer es pedir para obtener raíces fuertes y profundas, de tal modo que cuando las tempestades lleguen y los vientos helados soplen, resistamos con bravura, en vez de que seamos subyugados y barridos.
La naturaleza nos enseña muchas cosas si las sabemos ver...